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      El lenguaje económico (XXV): Publicidad (I)

      ancapism.marevalo.net / IJM Analisis Diarios · Wednesday, 1 March, 2023 - 11:00 · 5 minutes

    Publicidad es el conjunto planificado y organizado de acciones comunicativas cuya finalidad es influir en la percepción y la conducta del público objetivo. Un primer propósito de la publicidad es proyectar una imagen positiva o favorable. Corporaciones públicas y privadas, e incluso individuos, dedican recursos a la publicidad corporativa.

    Los gobiernos, en particular, gastan enormes sumas en publicidad «institucional» (propaganda) para justificar su existencia: «Soy del Gobierno y aquí estoy para ayudar», decía irónicamente Ronald Reagan. Un segundo propósito es comercial: aumentar las ventas de productos y servicios; y aquí es donde observamos injustas acusaciones a través de eslóganes y lemas. La publicidad es persuasiva: se dirige a las emociones, afectos e intereses; pero también apela al intelecto cuando presenta información objetiva: características, ventajas, precios, etc.

    La publicidad crea necesidades

    Un primer error consiste en pensar que los anuncios pueden crear necesidades ex novo : desear algo que antes no deseábamos. Todo producto o servicio novedoso siempre satisface necesidades preexistentes, sólo que de forma más atractiva o útil para el consumidor. Por ejemplo, el «entretenimiento» es una necesidad (o deseo) [1] humana que podemos satisfacer leyendo un libro, haciendo un crucigrama, escuchando música o navegando distraídamente por Internet. La «comunicación» es otra necesidad humana que puede satisfacerse con diferentes tecnologías: correo postal, teléfono, fax, correo electrónico, Whatsapp, redes sociales, etc.

    La publicidad fomenta el consumismo

    Según la (R.A.E.) consumismo es la «tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios». Aquí, cabría preguntarse: ¿cómo diferenciar entre consumo moderado e inmoderado? y ¿cómo diferenciar entre bien necesario e innecesario? Estamos ante cuestiones psicológicas, cuya respuesta está en la insondable mente de cada individuo.

    Para nosotros «consumismo» es la arbitraria y moralizante acusación de que alguien consume algo en demasía. ¿Y cuánto es demasiado? No hay forma objetiva de saberlo. Consumismo podría ser: poseer más de 1 vehículo, más de 20 pares de zapatos, viajar más de 3 veces al año, fumar más de 20 cigarrillos al día, etc. Todas estas afirmaciones, al igual que las tocantes al «subconsumo» son juicios de valor carentes de interés para la ciencia económica. La respuesta del economista es: cada persona determina en cada momento el dinero dedicado a gasto, ahorro o inversión, y cualquier proporción elegida es aquella que le proporciona una mayor utilidad.

    Paternalismo

    Los enemigos del consumismo ven al consumidor como un ser indefenso, un alma cándida en manos de hábiles manipuladores. Las prohibiciones y restricciones legales a la publicidad —tabaco, alcohol, fármacos, apuestas— obedecen al afán paternalista de los políticos y son aplaudidas habitualmente por las masas. Ningún bien escapa a esta caza de brujas, por ejemplo, se restringe la publicidad de productos azucarados: bollería industrial, galletas, helados, zumos, etc. El ministro Garzón, refiriéndose a los menores, justifica la regulación así: «Es esencial para protegerlos del bombardeo de productos no saludables».

    Recordemos aquí la lamentable afirmación de la ministra Isabel Celaá: «No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres». «Es falso que la propaganda comercial somete a los consumidores a la voluntad de los anunciantes» (Mises, 2011: 389). La publicidad solo compensa «si la calidad del artículo es tal que no induce al adquirente a dejar de comprarlo en cuanto lo prueba» (Mises, 2011: 388). El consumidor ex ante tiene abundante información (i.e. reseñas en Internet) para tomar una decisión, y lo más importante: ex post puede comprobar por sí mismo la veracidad de un anuncio.

    Publicidad ideológica

    Tras la acusación de consumismo, con frecuencia, subyacen aviesas ideologías: ecologismo, igualitarismo, anticapitalismo, etc. Tal es su fuerza que encontramos publicidad para consumir menos. La empresa Levi Strauss & Co. mantiene la campaña «Compra mejor, úsalo más» cuya finalidad es reducir el consumo de ropa y contribuir a la sostenibilidad del planeta. Por supuesto, Levi´s no pretende reducir sus ventas, sino atraer a nuevos clientes preocupados por el cambio climático para que elijan sus prendas más duraderas.

    Pero la publicidad ideológica es sumamente arriesgada. Gillette, en 2019, lanzó un polémico anuncio de 100 segundos donde aparecían hombres malos y buenos. Los primeros representaban la «masculinidad tóxica»: matones de patio de colegio, acosadores sexuales, etc. El eslogan del anuncio «El mejor hombre que podría ser» refleja bien su cariz moralizante: los hombres «deberían» comportarse mejor y ser menos machistas. Todo un despropósito que ocasionó el boicot de la marca. El intento de ganar clientes alineándose con el feminismo —movimiento #MeToo — supuso a Gillette, solo en el segundo trimestre de 2019, pérdidas de 5.240 millones de dólares.

    «Si el producto es gratis, el producto eres tú».

    Otra acusación frecuente es que la publicidad cosifica a la persona. La crítica al producto «gratis», sin embargo, no va dirigida a determinados negocios —TV en abierto, radio— que proporcionan contenidos gratuitos y se financian con anuncios. La ira se dirige a empresas tecnológicas —Google, Facebook, Twitter, YouTube— que utilizan datos de los usuarios para fines comerciales.

    Se dice, por ejemplo: «En internet pagas con algo mucho mas valioso que tu dinero, tu privacidad». La preferencia revelada por los consumidores nos indica lo contrario: la mayoría valora más el dinero (no pagado) que los posibles inconvenientes derivados del uso de sus datos. En cualquier caso, quienes deseen preservar su intimidad siempre pueden abstenerse de utilizar los servicios gratuitos que ofrece la Red. Paradójicamente, quienes ven oscuras intenciones en las empresas que ofrecen bienes gratuitos, aplauden el «todo gratis» del confiscatorio e inmoral sector público.

    Bibliografía

    Ley 34/1988, de 11 de noviembre, General de Publicidad.

    Mises, L. (2011). La acción humana . Madrid: Unión Editorial.


    [1] La distinción entre necesidad y deseo no es nítida y para nuestros fines no es relevante.

    Serie ‘El lenguaje económico’

    (XXIV) El juego

    (XXIII) Los fenómenos naturales

    (XXII) El turismo

    (XXI) Sobre el consumo local

    (XX) Sobre el poder

    (XIX) El principio de Peter

    (XVIII) Economía doméstica

    (XVII) Producción

    (XVI) Inflación

    (XV) Empleo y desempleo

    (XIV) Nacionalismo

    (XIII) Política

    (XII) Riqueza y pobreza

    (XI) El comercio

    (X) Capitalismo

    (IX) Fiscalidad

    (VIII) Sobre lo público

    (VII) La falacia de la inversión pública

    (VI) La sanidad

    (V) La biología

    (IV) La física

    (III) La retórica bélica

    (II) Las matemáticas

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      El lenguaje económico (XXIII): Los fenómenos naturales

      José Hernández Cabrera · ancapism.marevalo.net / IJM Analisis Diarios · Monday, 2 January, 2023 - 11:00 · 4 minutes

    Los fenómenos naturales son utilizados frecuentemente para idear metáforas económicas: «tsunami» financiero, «terremoto» bursátil, «tormenta» económica, etc. Esta práctica forma parte del lenguaje periodístico —hiperbólico, sensacionalista— y, en general, no ocasiona un grave perjuicio al entendimiento; sin embargo, debemos exponer una importante distinción entre los fenómenos naturales y la economía: la naturaleza carece de propósito mientras que la acción humana es teleológica, es decir, persigue fines de forma consciente y deliberada. Este hecho, a su vez, tiene un corolario: las regularidades naturales y las sociales son distintas. Por ejemplo, el ciclo lunar y el ciclo económico no son fenómenos equiparables: el primero es un fenómeno simple, mientras que el segundo encierra una enorme complejidad.

    Por otra parte, las regularidades naturales tampoco son homogéneas; por ejemplo, las predicciones de físicos y astrónomos relativas a la mecánica celeste —órbitas, ciclos, eclipses— exhiben una precisión matemática (cuantitativa); en cambio, las predicciones climáticas y atmosféricas solo son aproximadas; por último, determinados fenómenos geológicos —terremotos, tsunamis— son prácticamente impredecibles. En definitiva, en el lenguaje económico, las metáforas y analogías procedentes de los fenómenos naturales pueden resultar inapropiadas.

    «Terremoto» político y económico

    Analicemos este titular: «Liz Truss, víctima de un terremoto político que ha tenido como epicentro un fallido plan fiscal» [1] . Esta analogía sísmica es engañosa, pues presenta a la premier británica como «víctima» y no como responsable de su propio error. En efecto, presentar un programa económico donde, por una parte, se reduce el ingreso fiscal, y por otra, se aumenta el gasto público, no es una catástrofe natural, sino un fallo político perfectamente evitable. No está a nuestro alcance soslayar los terremotos, tsunamis y tormentas, pero sí los errores debidos a la ignorancia o a la falta de juicio. La reacción de los mercados (caída de la cotización de la libra esterlina) ante un nefasto plan fiscal (implicaba más inflación y más deuda pública) era muy previsible y en nada se parece a un terremoto.

    El «ciclo» económico

    «El uso de metáforas es un recurso frecuentemente utilizado por los economistas para ilustrar los ciclos y las crisis económicas» (San Julián y Zabalza, 2022: 1). Aunque su finalidad es didáctica, ya hemos visto que frecuentemente conduce a errores y distorsiones del conocimiento. Por ejemplo, se dice que los productos tienen un «ciclo de vida», o que determinado mercado está «maduro». Algunos de estos tropos biológicos ya fueron analizados en la entrega V (julio, 2021)— de esta serie; pero centrémonos ahora en el llamado «ciclo económico». Los estudiosos de la historia han observado una regularidad económica: cada cierto tiempo se produce un auge seguido de una recesión. También se creyó erróneamente que este fenómeno era endógeno del sistema capitalista y, por tanto, inevitable. Como veremos, la metáfora del ciclo económico es problemática porque no existe un paralelismo entre las regularidades naturales y las humanas. Idéntico error es suponer periodicidad en la aparición de guerras, revoluciones, hambrunas o pandemias.

    La génesis de las crisis económicas es bien conocida: la expansión monetaria que ocasionan los bancos centrales y/o la expansión crediticia que provoca la banca con reserva fraccionaria. De su evolución, únicamente podemos realizar una predicción cualitativa: el auge provoca una mala asignación del capital y el inevitable ajuste de la economía en forma de recesión. Esta relación causal no implica la existencia de regularidad o periodicidad en el fenómeno. Tampoco resulta plausible pensar que los errores de los gobiernos —causantes de las crisis— sean, a su vez, cíclicos. La mejor prueba de que el ciclo económico no es recurrente reside en su evitabilidad. Para erradicarlo bastaría con someter la institución del dinero al Derecho: primero, suprimiendo la «falsificación» de dinero a cargo de la Banca Central; y segundo, ilegalizando el fraude que supone el contrato de depósito bancario con reserva fraccionaria (Huerta de Soto, 2020: 126).

    Bibliografía

    Huerta de Soto, J. (2020). Dinero, crédito bancario y ciclos económicos . Madrid: Unión Editorial.

    San Julián, F. J. y Zabalza, J. (2022). «El uso de metáforas y analogías como instrumento para ilustrar las diferencias entre las diversas teorías de los ciclos y las crisis económicas». Recuperado de: https://congresosaehe.es/wp-content/uploads/ 2021/05/San-Julian-Zabalza-sesi%C3%B3n-4.pdf


    [1] https://www.cronicabalear.es/2022/liz-truss-victima-de-un-terremoto-politico-que-ha-tenido-como-epicentro-un-fallido-plan-fiscal/

    Serie ‘El lenguaje económico’

    (XXII) El turismo

    (XXI) Sobre el consumo local

    (XX) Sobre el poder

    (XIX) El principio de Peter

    (XVIII) Economía doméstica

    (XVII) Producción

    (XVI) Inflación

    (XV) Empleo y desempleo

    (XIV) Nacionalismo

    (XIII) Política

    (XII) Riqueza y pobreza

    (XI) El comercio

    (X) Capitalismo

    (IX) Fiscalidad

    (VIII) Sobre lo público

    (VII) La falacia de la inversión pública

    (VI) La sanidad

    (V) La biología

    (IV) La física

    (III) La retórica bélica

    (II) Las matemáticas

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      El lenguaje económico (XXII): Turismo

      José Hernández Cabrera · ancapism.marevalo.net / IJM Analisis Diarios · Thursday, 1 December, 2022 - 11:00 · 6 minutes

    En la literatura y los debates sobre política turística es frecuente apelar a mitos, metáforas y expresiones carentes de rigor económico. Veamos algunas:

    El «modelo» turístico

    Los ingenieros sociales —políticos y burócratas— consideran que la economía y el sector turístico, en particular, pueden ser diseñados deliberadamente según un determinado «modelo» preconcebido, que puede ser realizado mediante la oportuna legislación. Esta pretensión de organizar la sociedad de manera hegemónica y coercitiva, tan ilusoria como perversa, ya fue analizada por Hayek (1988) en su libro póstumo La fatal arrogancia: los errores del socialismo . El «ordeno y mando» del ingeniero social se enmascara con eufemismos: «repensar el modelo turístico» o con metáforas lúdicas: «apostar» por cierto modelo turístico. Todo ello se conseguirá con el boletín oficial: palo y zanahoria. El primero prohíbe y restringe (i.e. moratoria) la oferta de todo aquello que no encaje con la visión del sátrapa. Otra fórmula es imponer servidumbres; por ejemplo, en Cataluña los hoteles «gran lujo» deben ofrecer a sus clientes albornoz, zapatillas y, en el desayuno, butifarra. [1] Este ordenancismo, tan innecesario como perjudicial, ahuyenta la inversión: recordemos el fallido proyecto de Eurovegas en Madrid. Por último, con la zanahoria, los políticos juegan a ser empresarios disparando con pólvora de rey: participan en ferias turísticas, organizan campañas publicitarias, subvencionan la construcción o rehabilitación de hoteles, etc.

    Turismo de «calidad»

    En este caso, el «modelo» turístico consiste en tener visitantes con elevado poder adquisitivo y prescindir de otros que no gastan lo «suficiente»: turistas de sol y playa, cruceristas, senderistas, campistas, etc. Los promotores de este «modelo» quieren convertir su ciudad en otra Montecarlo. Para ello, prohíben la construcción de alojamientos «baratos» y subvencionan los «caros». El Cabildo de Tenerife, por ejemplo, es dueño de tres casinos de juego con un total de 28 empleados. Cuando el turista de «calidad» quiere jugar a la ruleta no puede porque el crupier salió a tomar café. Bromas aparte, el fantasioso «modelo» nunca se alcanza porque el gobierno puede manipular (hasta cierto punto) la oferta, pero no la demanda. Otras veces, la «calidad» ha sido la excusa para proponer (sin éxito), de forma arrogante, el establecimiento de plantillas mínimas en los hoteles. El turismo de «calidad» es una quimera económica. En el mercado todas las calidades son bienvenidas porque se adaptan a los diferentes gustos y capacidad adquisitiva de los consumidores. Es ilusorio interferir la oferta de alojamiento de menor calidad esperando que aumente la demanda de aquellos de mayor calidad. Toda planificación gubernamental del turismo es un caso particular del sistema socialista y, por tanto, está abocada al fracaso (Mises, 1920).

    El turista «no rentable»

    Estamos ante el mito del gorrón o free rider , alguien que (supuestamente) consume más servicios públicos de lo que paga en impuestos. Veamos, cualitativamente, qué paga un turista: a) En su caso, tasas portuarias y aeroportuarias; b) IVA, cada vez que consume. c) Salarios de los empleados turísticos, incluidas sus cotizaciones e IRPF. d) Al pagar alojamiento sufraga indirectamente los tributos municipales: IBI, recogida de residuos, vado, etc.; e) Servicios médicos con su propio seguro o anticipa el pago, que luego recupera en su país de origen. f) Indirectamente, el impuesto de sociedades de las empresas turísticas. ¿Y cuánto consume en servicios públicos? En definitiva, la cuestión es saber si el ingreso turístico costea el mantenimiento de los espacios —carreteras, parques, jardines, mobiliario urbano, alumbrado— y la provisión de otros servicios públicos (i.e. policía). Este cálculo, a nivel turista, es imposible; pero, de forma agregada, el balance es positivo; de ahí el desarrollo económico de muchas zonas turísticas y el incremento del nivel de vida de sus habitantes. Si unos turistas pagaron menos de lo que consumieron, necesariamente otros habrán pagado más. La rentabilidad del visitante, tanto en lo público como en lo privado, es una cuestión de grado y no puede medirse con precisión; por ejemplo, los clientes de un hotel no son igualmente cuidadosos usando las instalaciones, ni consumen la misma cantidad de alimentos, agua, energía, etc. Solo un sistema descentralizado, libre de injerencias gubernamentales, puede equiparar lo que paga el turista con lo que consume.

    El «todo incluido»

    Los enemigos de la libertad también critican el sistema «todo incluido» porque resulta «poco rentable» para la economía local. Los acusadores emplean metáforas cargadas de negatividad; por ejemplo, afirman el hotel «acapara» al cliente, que se forman «guetos» donde se consume droga o que existe un gasto «cautivo». Quienes (Podemos) no comparten ciertos gustos del turista han propuesto (sin éxito), al más puro estilo bolchevique, prohibir el todo incluido. [2] Si algunos turistas desean beber, comer o bailar dentro del hotel, ¿por qué forzarlos a salir? Supongamos, a efectos dialécticos, que el consumo por turista permanece invariable; el sistema «todo incluido» expandirá el negocio hotelero y reducirá la oferta complementaria (bares, restaurantes, peluquerías, etc). El primero necesitará más personal y el segundo menos, mientras que los fabricantes y distribuidores no resultan prácticamente afectados. Supongamos también que el todo incluido ofrece mejores precios: el ahorro podrá financiar más viajes o alargar las estancias. Todo cambio suscitado por el «todo incluido» forma parte del dinamismo del mercado, producto de los cambiantes gustos de los consumidores.

    El turismo «consume» suelo y «devora» el territorio

    Nacionalistas y ecologistas, entre otros, idealizan románticamente lo primitivo y la naturaleza en contraposición al progreso y la modernidad. Esta mentalidad rousseauniana ve en el desarrollo turístico una agresión a la cultura y natura de un pueblo por parte de «peligrosos» especuladores del asfalto y el ladrillo. Con las metáforas «consumir» y «devorar» el territorio se pretende denigrar una actividad económica de gran importancia: el cambio de uso de la tierra. El progreso económico exige emplear el capital (incluida la tierra), en cada momento, del modo más rentable. Esta lógica es universal. Por ejemplo, los agricultores sustituyen un cultivo por otro buscando mayores beneficios; pari passu el suelo agrícola pasa a ser industrial o turístico. Quienes llaman despectivamente a España «país de camareros» parecen ignorar que debemos al turismo la mejora de nuestro nivel de vida.

    Bibliografía

    Hayek, F. (1988). La fatal arrogancia: los errores del socialismo . Madrid: Unión Editorial. Mises, L. (1920). «El Cálculo Económico en el Sistema Socialista». Recuperado de http://www.hacer.org/pdf/rev10_vonmises.pdf


    [1] Decreto 75/2020, de 4 de agosto, de turismo de Cataluña. Anexos 1 y 2.

    [2] https://www.libremercado.com/2015-05-21/podemos-le-declara-la-guerra-al-turismo-barato-no-al-todo-incluido-1276548471/

    Serie ‘El lenguaje económico’

    (XXI) Sobre el consumo local

    (XX) Sobre el poder

    (XIX) El principio de Peter

    (XVIII) Economía doméstica

    (XVII) Producción

    (XVI) Inflación

    (XV) Empleo y desempleo

    (XIV) Nacionalismo

    (XIII) Política

    (XII) Riqueza y pobreza

    (XI) El comercio

    (X) Capitalismo

    (IX) Fiscalidad

    (VIII) Sobre lo público

    (VII) La falacia de la inversión pública

    (VI) La sanidad

    (V) La biología

    (IV) La física

    (III) La retórica bélica

    (II) Las matemáticas

    (I) Dinero, precio y valor

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      El lenguaje económico (XXI): Sobre el consumo local

      José Hernández Cabrera · ancapism.marevalo.net / IJM Analisis Diarios · Tuesday, 1 November, 2022 - 11:00 · 5 minutes

    Con bastante frecuencia escuchamos las bondades que supone consumir bienes producidos localmente y realizar compras en el pequeño comercio. Según sus promotores —políticos, empresarios, ecologistas, etc.— el consumo local beneficia a la economía de la zona y al medioambiente. Muchos eslóganes que fomentan este consumo son confusos, ilusorios o directamente falsos.

    «Si compras local, tu dinero vuelve a ti».

    Esta falsa creencia goza de gran popularidad debido a su simplicidad argumental. Sin embargo, comprar bienes locales de menor calidad o más caros que los foráneos reduce la calidad de vida del consumidor y empobrece la zona. ¿A dónde va nuestro dinero cuando compramos en Carrefour, Ikea o McDonald’s? El dinero siempre paga los factores productivos «allá donde estén»: los artículos, componentes y materias primas provienen de múltiples países, pero el trabajo—salarios— y la mayoría de servicios —limpieza, mantenimiento, seguridad— se contrata localmente. ¿Y qué ocurre con los beneficios? La mayor parte no acaba en Francia, Suecia o EE.UU., sino en el bolsillo de millones de pequeños propietarios (accionistas y partícipes de fondos de inversión y pensiones) repartidos por todo el mundo y que perciben rentas del capital.

    Compremos localmente o no, el dinero que sale de nuestro ámbito geográfico (municipio, región, nación) siempre vuelve. Por ejemplo, los andaluces compran manzanas de Cataluña y los catalanes comprar aceitunas de Andalucía. El dinero va y viene. Es un error mercantilista interferir la «salida» de dinero (importaciones) y fomentar la «entrada» (exportaciones). Exportación e importación son cara y cruz de una misma moneda y ambas tienden a igualarse en el tiempo. Es necesario que el dinero «salga» para que luego «entre»; por ejemplo, si los españoles no compramos vehículos Mercedes y Toyota, los alemanes y japoneses no podrán hacer turismo en España.

    El mito de la balanza comercial se derrumba cuando lo analizamos desde el individualismo metodológico: «Toda balanza es necesariamente favorable desde el punto de vista de la persona que realiza el intercambio» (Rothbard, 2013: 336); o como dice Mises (2011: 539) «La balanza (de pagos) cuadra siempre». El consumo sacrificial es antieconómico para el comprador: si un bien local cuesta el doble que otro foráneo, ceteris paribus , la compra del primero reducirá nuestro consumo a la mitad; siendo los productores locales los únicos beneficiados. Es falso que con el consumo local «todos ganamos», tal y como predican muchas campañas. Por último, el consumidor que asume una pérdida económica para mantener con vida a los productores submarginales [1] está haciendo un flaco favor al conjunto de la sociedad pues interfiere la adecuada asignación del capital. Cualquier medida proteccionista —ayudas, subvenciones, publicidad— ocasiona el mismo mal: ralentiza la innovación, obstaculiza las obligadas quiebras y, en definitiva, dificulta que el escaso capital disponible pase a manos más capaces.


    Productos «km. 0»: El argumento medioambiental


    El consumo de productos locales supuestamente beneficia al medio ambiente porque se reducen las emisiones de CO 2 producidas por el transporte de mercancías. Una primera objeción es que el transporte solo es una parte del total de energía consumida. Por ejemplo, sería posible producir naranjas en los países nórdicos para evitar su transporte desde España, pero el coste energético de reproducir el clima mediterráneo —invernaderos, calefacción, luz— excedería con creces al producido por el transporte marítimo. Lo menos contaminante, sin duda, es que la producción se realice en aquellas regiones con climas más favorables y luego transportar la mercancía. Veamos un dilema energético: España y Sudáfrica producen naranjas en sus respectivos inviernos. Cuando el producto abunda en el hemisferio norte escasea en el hemisferio sur, y viceversa. ¿Es preferible mantener naranjas «km. 0» en cámaras frigoríficas durante varios meses o traerlas frescas desde Sudáfrica? Si deseamos consumir productos de temporada durante todo el año, el transporte es una buena solución económica y ambiental. En segundo lugar, el eslogan «km. 0» es una simplificación de la realidad: por ejemplo, las naranjas de Orihuela consumidas en Alicante capital son «km. 60». El único producto «km. 0» sería el producido en nuestro propio huerto, con el agua de nuestro pozo y con el estiércol de nuestros propios animales. Para lograr un genuino producto «km. 0» debemos ser completamente autárquicos. En tercer lugar, si el transporte es malo porque contamina, ¿por qué no extender la campaña a los servicios? Si los partidarios del «km. 0» fueran consecuentes con sus ideas (reducir la contaminación) deberían recomendar a los turistas que se quedaran en su casa pues, en términos relativos, el transporte aéreo es el más contaminante de todos. Nos escandaliza que un atún se transporte en avión desde España a Japón, pero nos encanta que los japoneses visiten España. Igualmente resulta contradictorio que el dueño de un hotel presuma de tener su propio huerto ecológico sin importarle demasiado que sus huéspedes hayan viajado en avión miles de kilómetros.

    «El futuro es ahora»


    Este es el confuso eslogan de una campaña para que los jóvenes identifiquen la calidad, la sostenibilidad y el apoyo a la industria con la marca «Elaborado en Canarias». Sus promotores —industriales y políticos— han establecido un objetivo de crecimiento de la cuota industrial del 6,2 % (actual) al 7,7 % (2027) del PIB en Canarias. Objeciones: a) Desde sus propios fines, no entendemos por qué la campaña se dirige exclusivamente a los jóvenes y no al conjunto de consumidores. b) El hecho que aumente la cuota industrial del PIB no significa que la producción aumente en términos absolutos, por ejemplo, la cuota industrial del PIB puede aumentar por una caída del turismo (pandemia). Estamos ante un sesgo igualitarista porque lo que interesa al industrial no es su situación relativa, sino aumentar sus ventas y su beneficio.

    «Proteger al pequeño comercio»

    ¿Protegerlo de quién? La competencia mercantil es una actividad pacífica, exenta de agresión. Las grandes empresas no «atacan» a las pequeñas ni violan sus derechos. En un mercado no interferido, el «pez grande no se come al chico». Nadie se come a nadie. Son exclusivamente los consumidores quienes determinan (comprando o absteniéndose de comprar) el tamaño y la cuota de mercado de cada empresa. Es innecesario y detrimental «ayudar» a ciertos comerciantes con dinero público —publicidad, bonos o cupones de descuento— pero, sobre todo, es una inmoral transferencia de renta.

    Bibliografía

    Mises, L. (2011). La acción humana. Madrid: Unión Editorial.

    Rothbard, M. (2013). El hombre, la economía y el Estado. Vol. II. Madrid: Unión Editorial.


    [1] Submarginal: de no ser por la ayuda, la empresa quebraría

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