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      Algunas cuestiones no disputadas del anarcocapitalismo (LXXXVIII): Anarquía y estadísticas

      ancapism.marevalo.net / IJM Analisis Diarios · Friday, 24 February, 2023 - 11:00 · 9 minutes

    Los recientes debates acaecidos en España sobre el control al que el gobierno quiere someter a los institutos encargados de elaborar y publicar información económica o social, como el Instituto Nacional de Estadística o el Centro de Investigaciones Sociológicas, deberían hacer reabrir el debate que abrió Rothbard hace ya bastantes años sobre el papel que juegan las estadísticas en el funcionamiento de los estados modernos.

    En su trabajo Statistics, Achilles’ heel of goverment , Rothbard nos informa de que sin estadísticas un estado moderno no cuenta ni con la información necesaria ni con la legitimidad para actuar y nos advierte de la necesidad de no dar excesiva relevancia a este tipo de datos, pensados fundamentalmente para poder intervenir en la vida social o económica. En un principio, las estadísticas, contras las que a priori no hay nada que objetar, parecen ser benéficos e inofensivos datos sobre las múltiples dimensiones de la vida social, que nos informan de forma objetiva y que dan pie a numerosos titulares de prensa y son objeto de debate tanto en los medios de comunicación como en la vida social. Además, sirven para zanjar discusiones y para refutar de forma tajante argumentos expresados de forma literaria.

    Prohibir las estadísticas

    El conocimiento estadístico parece ser de una naturaleza superior a los expresados de forma no numérica o formal. Ahí está la clave de su importancia y la razón por la cual el estado intenta controlar su elaboración y su posterior publicación y de ahí también lo pertinente de cuestionarlas desde el punto de vista que inspira estas líneas.

    En un coloquio hace años, uno de los ponentes afirmó que el gobernador de Hong Kong en tiempos de la colonia británica había prohibido a su gobierno la elaboración de estadísticas en su territorio. Desconozco si esta decisión se tomó o no finalmente, pues no pude encontrar fuentes que la contrastasen, pero aunque no tuviese lugar, la idea del gobernador es muy sugerente y los resultados de su gestión parecen haber corroborado que se trató de una muy buena idea.

    Hong Kong

    El gobernador se libró en primer lugar de los conflictos y demandas sociales que acostumbran a derivar de la publicación de este tipo de datos. Los habitantes del territorio no sabían si ganaban más o menos que sus vecinos o de si la renta de su barrio está mejor o pero distribuida que la de otro colindante. Tampoco sabían si los hombres ganaban más o menos que las mujeres, los jóvenes que los viejos o los inmigrantes que los nativos. También desconocían el tamaño medio de sus viviendas o su relativa esperanza de vida, entre otras muchas cosas que desconocían.

    Y aun así no pasó nada, pues el país prosperó hasta convertirse con el tiempo en uno de los países más ricos y libres económicamente del mundo. Nuestro gobernador entendió que precisamente al desconocer todos esos datos disminuía el número de agravios potenciales que se podrían dar entre sus habitantes, al tiempo que se eliminaban buena parte de las demandas de intervención pública para supuestamente nivelar los resultados.

    De hecho, si lo pensamos bien, cuáles en última instancia el interés de la clase gobernante en conocer todas esas desigualdades relativas, sino el de buscar una legitimación para intervenir y adquirir por consiguiente más poder político con la excusa de intentar equilibrar los indicadores para que aparenten igualdad (porque lo que se quiere igualar es el dato estadístico no las causas que lo originan). A la falta de legitimidad de la intervención en caso de desconocer se le suma la falta de capacidad administrativa para operar sin la información relevante para poder actuar.

    Instrumento para la intervención

    Los aparatos administrativos modernos precisan para poder operar de infinidad de datos, que obtienen a través de sus agencias o incluso con la colaboración activa de los administrados. Precisan de censos y catastros actualizados y de datos sobre las rentas de la población que obtienen con la colaboración de empresas y ciudadanía. Necesitan de cifras agregadas de paro y de índices de inflación o de desigualdad como el famoso índice de Gini, tan citado en todo tipo de debates políticos o académicos.

    Tampoco desdeña por su utilidad elaborar todo tipo de indicadores de consumo para gravarlo con impuestos, de morbilidad para la gestión de sus sistemas de salud o de mortalidad para sus sistemas públicos de pensiones. Por supuesto, también gustan de hacer clasificaciones por edad, sexo y a veces incluso de raza para desmenuzar todo tipo de diferencias entre los humanos que pudiesen ser usados con fines políticos.

    Dicho esto no se puede negar que las estadísticas tienen mucha utilidad en una economía de mercado para poder calcular primas de seguro o realizar estudios de mercado. También por supuesto en la ciencia, en la industria o en la ingeniería, pues sin ella muchos cálculos no podrían llevarse a cabo y muchos desarrollos actuales no se habrían dado. No es para nada este texto una crítica a la estadística como ciencia o disciplina de estudio, sino a los usos que de esta se hace de forma análoga las críticas que los austríacos hacen del uso del formalismo en determinados ámbitos de las ciencias políticas y económicas.

    Utilidad

    Si bien los orígenes de la estadística tienen mucho que ver con la actuación de los estados, como su propio nombre bien indica, esta se ha desarrollado por su cuenta y puede considerarse una disciplina autónoma, válida para usos privados o públicos. Conserva aún ciertos resabios de estatismo, como por ejemplo su uso frecuente del nacionalismo metodológico en sus estudios; esto es, el locus del análisis acostumbra a ser el del típico estado-nación o alguna de sus unidades administrativas.

    Así, lo más habitual es en encontrar estudios como por ejemplo el de tasa de accidentes de automóviles de hombres y mujeres en España en el año 2021 o el consumo de alcohol entre la población también española. No tienen nada de malo estos estudios, pero bien pudiera ser que el factor determinante no fuese el de ser español, sino el de ser hombre o joven respectivamente, y esa debería ser el factor explicar que se explicaría mejor con análisis de tipo cualitativo de las razones de esas tasas, pero sin circunscribirlas a un estado en concreto.

    Estatismo subyacente

    Pero quien encarga o usa esas estadísticas son los estados y las hacen a su imagen y semejanza, con el problema de que no todos los agrupamientos sociales españoles son homogéneos al respecto y la tasa bien poco puede informar sobre una situación concreta. Se identifica en muchas ocasiones a la sociedad con un estado concreto y el problema es que ambos no tienen necesariamente porque coincidir. Pero el hecho es que estas estadísticas contribuyen a crear la conciencia de identidad entre ambas y refuerzan el imaginario estatal, al darle algo parecido a una identidad ontológica. Así, decimos que España crece o decrece o es más igual o desigual que Francia o Portugal, por ejemplo, cuando estas metáforas no son de utilidad para la vida cotidiana.

    Y además, como vimos, refuerzan el poder de los estados. Primero, porque refuerzan su imagen de competencia, de disponer de información precisa, actualizada y sobre todo objetiva sobre los diversos fenómenos sociales y económicos. Uno de los principales atributos del poder político contemporáneo derivado y fuente de poder, al mismo tiempo, es su pretensión de objetividad y de que sus datos y estimaciones son ciertos, mientras que los que ofrecen institutos y organizaciones privados son de parte y, por tanto, de menos confianza.

    El estado se constituye así como un ente neutral y desinteresado que busca ofrecer la mejor información posible. Una vez establecido este principio de pretendida objetividad, se entienden luego los esfuerzos que los gobiernos llevan a cabo para intentar controlar la dirección de las agencias encargadas de llevar a cabo los cálculos estadísticos o de pilotar el diseño de los distintos indicadores, cambiando las fórmulas si hace falta como estamos viendo en el caso del IPC o las tasas de desempleo en España. Una vez lograda la fama de seriedad y objetividad, el resto viene fácil.

    Relatos de opresión y agravio

    En segundo lugar, porque las estadísticas pueden generar agravios entre colectivos, pues cualquier diferencia estadística entre colectivos bien explicada puede conducir a un relato de agravio y opresión histórica, con razón o sin ella. Si comparamos colectivos, sean estos los que sean, es muy probable que ofrezcan diferencias que pueden en ocasiones ser sustanciales, pues es casi imposible que dos colectivos escogidos al azar ofrezcan los mismos resultados.

    Gordos y flacos, alto o bajos, rubios o morenos, extremeños o riojanos analizados estadísticamente ofrecerán resultados dispares en uno o varios indicadores. Si la diferencia es sustancial o no dependerá del observador, pues, no es a priori fácil definir cuando es relevante o no una diferencia. Pero si estos colectivos parten, a priori, o a posteriori después de obtenidos los datos, de un discurso teórico que explique esta diferencia como algún tipo de opresión o discriminación fácilmente se convertirán en motivo de agravio.

    Una vez establecido el agravio y documentado estadísticamente, sólo queda que el estado se ofrezca voluntario a nivelar o equilibrar la situación causante del problema, de tal forma que los índices se adecuen a la situación correcta. ¿Cuál es esta? La que en cada momento determinen los gobernantes de turno. Porque la cuestión de determinar cuál debe ser la situación correcta, por ejemplo el grado de desigualdad salarial aceptable o el nivel de distribución de la renta por percentiles y no existe una tabla o una vara de medir que indique cuál debe ser el número correcto. Esto lo determinará el gobernante. Pero en el proceso el gobierno se hace literalmente dueño de nuestras rentas o de nuestras empresas, de tenerlas, para poder repartirlas a voluntad.

    Fuente de legitimación

    Esto es, nuestras rentas son nuestras hasta la cantidad que el gobierno determine pertinente (se observa fácilmente en los impuestos progresivos como el IRPF). Lo que se determine como pertinente depende de la voluntad de quien elabora y hace cumplir las leyes fiscales y como es fácilmente constatable a lo largo de la historia, estos parámetros se han modificado sustancialmente según el ideario o los intereses de la clase gobernante, pero justificándose siempre en algún tipo de disfunción social medida por estadísticas. Esta se revela, pues, tanto como el talón de Aquiles como una de sus principales fuentes de legitimación. Es bueno, pues, tenerlo en cuenta antes de aceptarlas acríticamente.

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      Comment est né le mouvement libertarien ? (1)

      Fabrice Copeau · ancapism.marevalo.net / Contrepoints · Sunday, 15 November, 2020 - 04:25 · 11 minutes

    mouvement libertarien

    Par Fabrice Copeau.

    Durant les années 1960, le mouvement libertarien est marqué par un rejet de l’impérialisme conservateur, la condamnation de la violation des principes libéraux et le refus de la confusion du droit et de la morale religieuse.

    À travers l’héritage des trois traditions anti-étatistes américaines classiques (Old Right, isolationnisme, libéralisme classique), une avant-garde libertarienne, au début coupée de ses partisans, émerge et quitte le Grand Old Party.

    À partir du début des années 1950, les nouveaux conservateurs 1 dotent la droite américaine d’une idéologie englobante qui lui fait défaut. Des revues comme Modern Age et la National Review en sont le fer de lance. La seconde, fondée par William Buckley, est le véritable centre de gravité de ce nouveau traditionalisme.

    La résistance du libertarianisme : une synthèse réactive

    Dans le cadre de la lutte contre le communisme et l’URSS, Buckley distingue clairement entre ce qu’il appelle les « conservateurs de l’endiguement » et les « conservateurs de la libération », pour finalement prendre position en faveur des seconds.

    Une querelle l’oppose ainsi au libertarien Chodorov, pour qui la guerre a créé une dette colossale, entraînant une augmentation continuelle des impôts, la conscription militaire et un accroissement de la bureaucratie. C’est la revue The Freeman qui abrite ces échanges musclés.

    « Pendant la guerre , écrit Chodorov, l’État acquiert toujours du pouvoir au détriment de la liberté » . Schlamm lui répond dans la livraison suivante de la revue que la menace soviétique est telle qu’elle ne saurait être contenue par l’indifférence.

    Ce à quoi Chodorov répond, toujours dans le Freeman , qu’il n’est pas convaincu « de la capacité du gang de Moscou à envahir le monde » . « La suggestion que la dictature américaine serait « temporaire » , ajoute-t-il, rend suspect l’ensemble de l’argument, car aucune dictature ne s’est jamais donné de limite dans la durée de son office » . La guerre, termine-t-il, « quels que soient les résultats militaires, est certaine de rendre notre pays communiste » .

    Une deuxième ligne de rupture est constituée par la politique économique. Au début des années cinquante, la crainte de voir les nouveaux conservateurs sacrifier les dogmes du libéralisme classique à la satisfaction d’un impérialisme messianique catalyse les premières réactions libertariennes.

    C’est du reste à cette occasion que Dean Russell invente le mot même de « libertarien ».

    L’émergence d’un double leadership

    Depuis le début des années 1950, Murray Rothbard trace les contours de la doctrine libertarienne à travers différents articles, en prenant presque systématiquement comme repoussoir les principes conservateurs.

    Toujours dans The Freeman , Schlamm doit en découdre avec Rothbard cette fois, qui avait présenté la célèbre thèse de Mises selon laquelle le communisme s’effondrerait de lui-même et qu’il n’était pas besoin de gaspiller des efforts inutiles pour faire advenir une chute imminente.

    Schlamm s’en prend pour la première fois nommément aux « libertariens », qui, selon lui, « ont raison en tant qu’économistes, mais fatalement tort comme théologiens : ils ne voient pas que le diable est réel et qu’il est toujours là pour satisfaire la soif insatiable des hommes pour le pouvoir » .

    À l’élection présidentielle de 1956, Rothbard soutint le candidat indépendant T.C. Andrews, tout en précisant que parmi les deux principaux candidats, le républicain D. Eisenhower et le démocrate A. Stevenson, le second lui paraissait préférable.

    Pour la première fois, le mouvement libertarien se positionne donc à gauche de l’échiquier politique. Cela a marqué une rupture intellectuelle avec le mouvement conservateur, en attendant la rupture organisationnelle.

    Ayn Rand joue également, durant cette période, un rôle déterminant dans les préparatifs à la constitution du mouvement libertarien. Le cercle de ses adeptes, qui se réunit dans le salon de la romancière, s’agrandit sans cesse, et écoute l’initiatrice lire les épreuves de son nouveau roman, Atlas Shrugged .

    Parmi eux 2 , le futur président de la Fed, Alan Greenspan, est des plus assidus, tout comme Barbara et Nathaniel Branden.

    Comme dans La source vive , son précédent roman, on trouve dans Atlas Shrugged une opposition manichéenne entre des créateurs égoïstes et des parasites étatistes. Parmi les premiers, Dagny Taggart et Hank Rearden sont les principaux protagonistes du roman. Respectivement directrice d’une compagnie ferroviaire et magnat de l’acier, ils s’efforcent l’un et l’autre de résister tant bien que mal aux ingérences du gouvernement et de faire vivre leurs affaires dans le contexte d’une crise sans précédent.

    À mesure que l’État se montre de plus en plus intrusif dans l’économie, les membres du cercle très fermé des créateurs égoïstes disparaissent un à un. On apprend au milieu du roman qu’ils se sont tous réunis dans les montagnes du Colorado, au sein d’une communauté capitaliste utopique, appelée Galt’s Gulch, le « ravin de Galt ». John Galt , dont la recherche de l’identité est martelée tout au long du roman par la question « Who is John Galt ? », est un ingénieur surdoué à l’initiative de la grève.

    Inventeur d’un moteur révolutionnaire alimenté à l’énergie statique, il refuse d’en offrir l’usage à la masse ignorante. « Les victimes sont en grève […] Nous sommes en grève contre ceux qui croient qu’un homme doit exister dans l’intérêt d’un autre. Nous sommes en grève contre la moralité des cannibales, qu’ils pratiquent le corps ou sur l’esprit. »

    Hank Rearden et Dagny Taggart sont tellement attachés à leurs propres commerces qu’ils déclinent toutes les sollicitations de John Galt. Mais la retraite des principaux acteurs de l’économie rend leur situation de plus en plus insupportable. La société américaine traverse des crises de plus en plus préoccupantes, et imputées conjointement aux ingérences des gouvernants et à la forfaiture des créateurs.

    La fin du roman décrit avec emphase une situation apocalyptique. Les hommes d’État, désœuvrés, reprennent tour à tour l’aphorisme éculé de Keynes : « Dans le long terme, nous sommes tous morts. »

    John Galt interrompt soudainement les programmes radiophoniques pour expliquer les causes du déclin. Son discours, comparable à celui de Howard Roark lors de son procès, tient lieu de prolégomènes à la philosophie objectiviste randienne. Galt commence par énumérer les perversions morales sous-tendant l’étatisme ambiant.

    De là le dédain de la masse pour les créateurs égoïstes qui lui apportaient pourtant la plus grande richesse. À la fin, John Galt annonce leur retour à la condition que l’État se retire. Les hommes du gouvernement abdiquent. Ainsi s’achève le roman : « La voie est libre, dit John Galt, nous voici de retour au monde. Il leva la main puis, sur la terre immaculée, traça le signe du dollar. »

    Atlas Shrugged a été désigné comme le deuxième livre le plus influent pour les Américains, juste après la bible, par la Library of Congress en 1991.

    À peine eut-il lu le livre que Murray Rothbard adressa à Ayn Rand une lettre élogieuse dans laquelle il alla jusqu’à reconnaître avoir auprès d’elle une dette intellectuelle majeure.

    Rand accueillit chez elle les membres du Cercle Bastiat, et en particulier Rothbard. Le rapprochement fut cependant de courte durée. Pour soigner sa phobie des voyages, Rothbard fit appel aux services de Nathaniel Branden, qui diagnostiqua qu’il avait fait un « choix irrationnel d’épouse ».

    Rand et Branden invitèrent donc Rothbard à quitter sa femme, et lui offrirent leurs services matrimoniaux pour lui substituer une compagnie plus conforme aux canons randiens.

    Rothbard déclina l’invitation, ce qui mit Rand dans une rage folle ; elle orchestra un procès en excommunication contre Rothbard, ce qui marqua la fin définitive de leur collaboration.

    Les ténors libertariens exclus des instances conservatrices

    Les conservateurs s’employèrent alors à écarter l’avant-garde libertarienne sans toutefois rejeter le mot « libertarien ». Pour faire profiter les militants de ce que la pensée libertarienne était susceptible d’apporter, sans toutefois lui permettre de s’exprimer et de corrompre leurs propres idéaux, les conservateurs ont ainsi œuvré pour priver les principaux leaders libertariens d’expression, en les écartant de la National Review .

    Bien que seul représentant des libertariens parmi les contributeurs de la National Review , Chodorov se désolidarisa rapidement des positions prises par la revue. Dès 1956, celle-ci commença à refuser des articles contestant la légitimité et l’utilité d’une intervention des États-Unis à l’extérieur.

    Rothbard contribua quelques années encore à contribuer à cette revue, mais, comme Justin Raimondo l’explique 3 , les idées économiques exposées par Rothbard étaient purement ornementales, et promettaient de disparaître à la première occasion.

    En 1959, il soumit à la revue conservatrice un article dans lequel il préconisa un désarmement nucléaire mutuel pour mettre un terme à la guerre froide. Le refus, pourtant attendu, de Buckley de publier l’article marqua définitivement la fin de leur impossible collaboration.

    L’exclusion la plus retentissante du mouvement conservateur reste toutefois celle d’Ayn Rand. La condamnation virulente d’ Atlas Shrugged par les éminences du nouveau conservatisme la conduisit à prendre ses distances d’avec le mouvement conservateur en voie d’institutionnalisation.

    Whittaker Chambers va jusqu’à qualifier la perspective de Rand de « totalitaire » en comparant cette dernière au dictateur omniscient du roman de Orwell. Par ailleurs, Rand condamnait sans préavis toute forme de religion. Pour Buckley et les nouveaux conservateurs, un athéisme aussi agressif ne pouvait faire bon ménage avec la composante traditionaliste et religieuse de la coalition en formation.

    Rand présenta même une critique structurée du nouveau conservatisme, en dénonçant ce qu’elle identifiait comme ses trois piliers : la religion, la tradition et la dépravation humaine.

    Comme elle le dit : « Aujourd’hui, il n’y a plus rien à conserver : la philosophie politique établie, l’orthodoxie intellectuelle et le statu quo sont le collectivisme. Ceux qui rejettent toutes les prémisses du collectivisme sont des radicaux. » 4

    À leur corps défendant, les conservateurs se brouillent aussi avec des auteurs qu’ils auraient pourtant aimé conserver dans leur giron. C’est tout particulièrement vrai de Friedrich Hayek. Dans un article célèbre, intitulé « Pourquoi je ne suis pas conservateur » 5 , il regrette que le contexte de l’époque associe les libéraux aux conservateurs.

    Il congédie l’axe gauche-droite qui insinue que le libéralisme se trouverait à mi-chemin entre le conservatisme et le socialisme, et propose de lui substituer une disposition « en triangle, dont les conservateurs occuperaient l’un des angles, les socialistes tireraient vers un deuxième et les libéraux vers un troisième ».

    La « peur du changement », typique de la pensée conservatrice, se traduit chez eux par un refus de laisser se déployer librement les forces d’ajustement spontanées, et par un désir de contrôler l’ensemble du fonctionnement de la société. De là « la complaisance typique du conservateur vis-à-vis de l’action de l’autorité établie » .

    « Comme le socialiste, le conservateur se considère autorisé à imposer aux autres par la force les valeurs auxquelles il adhère. » L’un comme l’autre se révèlent ainsi incapables de croire en des valeurs qu’ils ne projettent pas d’imposer aux autres. « Les conservateurs s’opposent habituellement aux mesures collectivistes et dirigistes ; mais dans le même temps, ils sont en général protectionnistes, et ont fréquemment appuyé des mesures socialistes dans le secteur agricole. »

    Hayek condamne aussi l’impérialisme conservateur, emprunt d’un nationalisme et d’un autoritarisme des plus délétères.

    Enfin, il convient de noter qu’Hayek ne rejette pas le terme « libertarien », comme on le lit souvent. Il lui reproche simplement son irrévérence à l’endroit d’une tradition qu’il entend pourtant perpétuer, mais ne rejette en rien ce qu’il recouvre, et encore moins l’inspiration qui l’a fait naître. Toutes ces ruptures intellectuelles ne font que précéder la rupture partisane, qui ne tarda pas à intervenir.

    Article initialement publié en décembre 2010.

    1. Il convient de distinguer ces nouveaux conservateurs des néoconservateurs. Ces derniers interviendront un peu plus tard, à la fin des années 1960 autour de journaux comme Public Interest et Commentary , et derrière des personnalités comme Daniel Bell, Irving Kristol, Patrick Moynihan et Norman Podhorez. Pour simplifier, on peut décrire les nouveaux conservateurs comme des traditionnalistes anticommunistes, qui se réfèrent à l’histoire et s’autorisent de Burke ; les néoconservateurs comme d’anciens démocrates hostiles à l’évolution progressiste de la gauche, ayant pour code le droit naturel et se réclamant de Tocqueville. Les deux mouvements conservateurs se coalisèrent dans les années 1970 pour préparer la victoire de Reagan en 1980.
    2. Le groupe se baptise ironiquement The Collective.
    3. Justin Raimondo, Reclaiming the American Right , p. 189.
    4. A. Rand, « Conservatism : An Obituary » (1960), in Capitalism : The Unknown Ideal , New York, Signet, 1967, p. 197.
    5. F. A. Hayek, « Pourquoi je ne suis pas conservateur », in La Constitution de la liberté , 1960.